Difícil
resumir en palabras el amor infinito de la mujer, personificado en la madre. A
través de la historia, la mujer, en
cualquiera de sus papeles protagónicos, ha sido el bálsamo catalizador que
perfuma el instante. Poetas y escritores, han escrito para la posteridad, de
esa condición infinita de amar y, de esa fortaleza que brota de su piel cuando
las sombras aparecen.
El brindis del bohemio Arturo en aquella despedida del
año, es una muestra palpable de ese amor que nunca se acaba. Máximo Gorki, el
escritor ruso, en su novela “la Madre” relata con estoicismo el fragor y la
lucha de la mujer en la antesala de esa revolución. Dos hechos aislados, que se
cocinan diariamente en este convulsionado mundo, donde la mujer, símbolo del
amor, se convierte en un halito de esperanza para continuar viviendo. Los ojos
hermosos de mi madre, los llevo en el alma, cada vez que con su ternura
acariciaba mi piel para consolar mis lágrimas. Su partida se convirtió para mí,
en un recuerdo inversamente proporcional al tiempo. Eso sucede cuando el amor
se estaciona para quedarse para siempre. Las flores de mi jardín, se parecen a
ella, el olor de mi cocina, tiene la fragancia y el encanto de sus mágicas
manos, su voz se me aparece por las noches para disipar mi nostalgia y, a mis
hijos los veo desde ese entonces con los mismos ojos que me miraba ella. El
homenaje mundial a la mujer, se magnifica en la obra inconmensurable de la
madre, flor de la vida, sostén del afligido, ternura que alimenta, faro que
ilumina el camino. Irremplazable en la vida, ya como mujer, como esposa y como
madre, levanto mi voz de protesta para quienes quieren suplantar tu papel en la
vida y, para todos aquellos que desconocen que la mujer no se le toca “ ni con el pétalo de una rosa”.

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