La vieja casa situada en ese mítico callejón de La Sierpe, ya
no es la misma. Se ve triste y solitaria, como si la nostalgia la hubiese
arropado. Sus viejos ventanales permanecen cerrados y, su enorme puerta de
madera ya no tiene el brillo de antes. Cada vez que paso por el desolado
callejón que termina mirando al río, me detengo frente a ella, con la intención
de evocar el pasado y lograr como los milagros repentinos, llenar el alma
con los aromas del ayer. Los fantasmas
de las noches perdidas aparecen para llevarme flotando en el aire y colocarme
en el desván que da a la cocina, el sitio predilecto donde convergen los
olores, los sentidos y los sentimientos. En ella quedaron retratadas para la
posteridad las huellas de los seres queridos que dibujaron el ayer de
pinceladas imborrables. Las manos de las abuelas que tejieron la despensa con
el arte y la paciencia para hacer de ese entorno incomparable, el lugar para
mirarnos los ojos y, transportar con las especies que se adobaban en el fogón,
los olores que se impregnaron para siempre en la piel. Mi madre, con sus manos
suaves como motas de algodón, hizo también de ese lugar el sitio predilecto
para desahogar el alma, invocando tonadas de su angelical voz, cuya partitura,
estoy seguro, quedaron escondidas en algún rincón de la vieja casa. Invocar los
tiempos del ayer, como único paliativo para disipar los estragos del tiempo,
tiene su encanto cuando las palabras se endulzan con el arte de escribir.

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