El patio del el viejo Augusto parecía un jardín colgante de matas de color verde subido y flores de la estación que cuidaba y regaba con esmero cuando apenas los primero rayos del sol se asomaban en el firmamento. Una tarea que realizaba con pasión, hasta cuando ya no pudo caminar más y, sus curtidas manos se habían engarrotado por la inclemencia del tiempo. Entonces, para aliviar las penas recurrentes a los viejos, se sentaba en la terraza que miraba al jardín, a contemplar su obra de arte, con la mirada perdida en el infinito. Su patio colmado de flores multicolores había adquirido la fama que adquieren los prados cuidados con esmero. Sus colores y olores jugaban con los rayos del sol para engalanar el entorno de un aroma angelical, que se desvanecía cuando la noche silenciosa cubría con su manto el jardín encantado. El colibrí que bajaba del cielo para besar las flores que el viejo Augusto cuidaba, llegaba como siempre presuroso al rosal de pétalos rojos y amarillos, se sostenía en el aire con ese aleteo imperceptible para untar su cuerpo con el aroma de los dioses y chupar el divino néctar que lo mantiene como la especia cautivadora que es. Tuvo tiempo, en ese recorrido que hacia deleitándose con el manjar de los pétalos florecidos, que la voz del viejo Augusto estaba ausente, que el paladín de esa obra de arte, donde el con su canto de alas era el amo y señor, ya no estaba para cantarles a las flores que ambos amaban. Dicen que el Chupaflor cuando las flores del jardín se secaron, aparecía por el desolado prado con la intención de oír la voz del viejo Augusto.

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