miércoles, 29 de marzo de 2017

Volvimos a Soñar


Jeremías, el viejo zapatero del pueblo había perdido la alegría a causa de los desaciertos y desajustes de su amada selección Colombia. Ya no tenía la alegría de días pasados, cuando sentado en su taburete eterno, mientras cortaba con su afilada navaja el cuero de los zapatos que a diario arreglaba, no quitaba sus desgastados ojos del viejo aparato que pasaba las imágenes de sus ídolos de carne y hueso. Por las tardes cuando el sol descansaba para perderse a la distancia, Jeremías y sus amigos se sentaban con el propósito de amansar la soledad, a recordar los tiempos idos de aquella selección que jugaba con el elixir de los dioses y, a recordar las proezas de esos ídolos perdidos en el tiempo. 

Filósofo por naturaleza, detrás de unos espejuelos redondos se escondían unos ojos tristes y cansados por los avatares de la vida. Sus manos aún fuertes y firmes, le han servido para arreglarle los zapatos a toda una generación de ese pueblo situado a la orilla del rio, cuyo destino está en manos de hombres pescadores, que al despuntar el día salen con su atarraya al hombro en busca del pan de cada día. Ese día que Colombia jugaba contra Ecuador, la cita estaba reseñada en la oficina de Jeremías, remoquete que adquirió por la sabiduría que arropa su especial entorno. Uno por uno fueron llegando, hombres trajinados que alimentan la esperanza con los recuerdos del ayer, viven del presente y, se les está prohibido soñar porque el futuro para ellos no existe. Es la tierra del olvido, esa que mastica su propia soledad. El único aliciente era ese puñado de gladiadores que jugaban por la gloria, esa que ellos soñaban y anhelaban, pues era el único bálsamo para aliviar las penas. 

Jeremías con esa sabiduría que lo caracteriza, en las previas del juego había dicho que le preocupaba ese juego contra Ecuador, en esa altura de Quito, porque nuestra selección había perdido el ADN del ayer. Otros dijeron que un empate sería lo mejor, y otros más escépticos afirmaron que la derrota ya estaba anunciada. El viejo zapatero acostumbrado a mover las fichas en el tablero de ajedrez, lanzó otras de sus frases célebres cuando dijo: “la clave del juego está en la defensa” y remato diciendo: “los equipos con oficio la practican”. De la mano de la táctica, que es la inteligencia del fútbol, regresó la colectividad, único ingrediente que permite darle permiso a la magia de la individualidad. Al termino del vibrante juego, Jeremías y sus amigos curtidos por el sol volvieron a sonreír, el como siempre, sacándole frases a la soledad, atinó a decir…” volvimos a soñar”.

domingo, 19 de marzo de 2017

San José


Cuando Álvaro Del Vecchio Dirrugiero me mostró las fotos que hablan de esa época cuando éramos adictos al balón de baloncesto y, estábamos untados de ese ambiente sin igual de ese colegio que aún guardamos en el alma, nos quedamos mirándonos sin decir nada, pero afirmando en ese instante de silencio mutuo, que el recuerdo de aquellos viejos claustros con sus historias habían sido suficientes para dejar la impronta de la perpetuidad. Esa vez, mientras él como buen italiano que es, compartimos acompañados de una botella de vino sus reconocidas pastas, con la intención de deshojar el tiempo y afirmar el refrán que dice “recordar es vivir”. 

Entonces desnudamos esos días en el viejo colegio al lado de la iglesia de San José, el que consideramos el más importante en nuestra formación, ya que la comunidad de los Jesuitas en esa época estaba nutrida de sacerdotes que tuvieron mucho que ver en nuestra orientación. En el patio central, que servía de auditorio y reuniones generales, estaba la única cancha de baloncesto, que teníamos que solicitar en préstamo con su respectivo balón al hermano de la portería, un gigante que aumentaba de tamaño por la sotana y su andar pausado acompañado de su inseparable bastón, de apellido Aguirre, que usaba el préstamo del balón para decirnos con su bocerron en su lengua vasca:”on do vici, on do inseco”, que significa “vivir bien, para morir bien”. 

En ese claustro con olor a incienso, entre misas y procesiones, orgullosos de ese colegio que convertimos en nuestra segunda casa aprendimos de la solidaridad por medio de ese deporte que cultivamos sin que nadie nos lo enseñara. En ese trasegar de los días imbuidos bajo la doctrina de los padres de ese entonces, pasamos del viejo y recordado colegio de la 38, al enorme edificio de Betania, donde tuvimos el tiempo y el espacio para solidificarnos como personas. Batallas deportivas en los juegos intercolegiales, quedaron para siempre resumidas en los anuarios, como testigo de una época enmarcada por un sentido de pertenencia especial. Por esas cosas del destino, yo regrese al colegio, para servirle como profesor en el departamento de deportes, tiempo suficiente para llevarlo untado en mi piel. 

En esa evolución del tiempo, el colegio de San José asumió el reto de crecimiento de la ciudad, construyendo un hermoso plantel educativo con las más modernas exigencias de la conservación del medio ambiente y, bajo los mismos parámetros de esa educación integral que permite formar ciudadanos de bien, Me uno de 
corazón en su fiesta patronal, felicitando a su comunidad educativa precedida por su rector Padre Gabriel Jaime Perez.

San José, un recuerdo eterno


Desde aquellos tiempos cuando el colegio de San José tenía su sede en el viejo edificio que colindaba con la iglesia del mismo nombre, el 19 de marzo, fecha en que la iglesia católica festeja el día de San José, tal acontecimiento marcó para siempre el sentir de quienes crecimos bajo la tutela de los padres Jesuitas, comunidad que ha regentado por más de 100 años los destinos de esa importante institución. 

En esas viejas paredes del ayer, ubicadas en el corazón de una ciudad que apenas comenzaba a crecer, vimos pasar los años de la niñez asidos a recuerdos que se han impregnado para siempre en nuestra memoria. El colegio en ese entonces, quizás por lo nutrido de las vocaciones sacerdotales, estaba arropado por el manto de jóvenes novicios que habían decidido colocar sus vidas al servicio del Señor. Por eso los nombres de quienes dirigían esas divisiones, como ellos las bautizaron para compararlas con las tropas marciales, hacen parte del glosario de anécdotas que a diario brotaban de esa comunidad educativa. Recordar al padre Guiddo Arteaga, Cartagena, Muñoz, Rincón, Lombo, Mario Gutiérrez, Vazco, Humberto Mejía, López, el hermano de la portería de apellido Aguirre y al célebre e inolvidable Ramón Sagastume a quien llamábamos cariñosamente –Moncho- sería desconocer por completo la historia que se tejió a nuestro lado mientras tuvimos la oportunidad de crecer oyendo las campanas de la eterna iglesia que hoy conmemora a su santo patrón. 

Los primeros pasos como deportista los dimos en el patio central, una enorme extensión de asfalto que servía también de cancha de fútbol y, en el otro escenario donde el colegio se reunía en su totalidad cada vez que lo fuese necesario, que por su longitud lo habían acondicionado como cancha de baloncesto. Mis primeros pasos con ese deporte los di en ese vetusto corredor, cuya paredes dividían la iglesia con el colegio. Los equipos de baloncesto fueron siempre protagonistas en las justas deportivas, que para esta fecha se realizaban. El 19 de Marzo se constituyó en un referente cultural y deportivo en la ciudad. La importancia del nombre de San José como comunidad educativa en la urbe, se reflejaba también en esa fecha que con el tiempo hizo parte de la agenda de la comunidad. 

La leyenda, por así decirlo que una vez se gestó en el fortín de la 38 y, que siguió su curso ascendente a medida que el entorno crecía, para instalarse por largo tiempo en el apacible sector de Betania donde emergió como un coloso mirando siempre a la ciudad agradecida, hoy, instalado con una soberbia edificación en sectores progresista de la ciudad, me uno como un hijo agradecido a la celebración de esa importante fecha. Una efemérides que trae a la memoria recuerdos imperecederos.

domingo, 12 de marzo de 2017

El Béisbol, su pasión


El día que su madre murió, su padre, como sucede casi siempre en esos instantes únicos de soledad, comenzó a evocar el pasado, sacando del baúl de los recuerdos, fotos y tarjetas de un tiempo ido que le parecía había sido apenas ayer. Carmela Romano, se había quedado dormida para siempre, sentada en la mesa del comedor de su casa. Así la encontró Alejandro Urueta, su esposo, aquel fatídico día. En una caja blanca, que parecía de jabones por el olor inconfundible de las rosas, encontró unas cartas dirigidas al niño Dios, y otros papeles con letras de niño principiante, que decían lo que deseaba ser cuando fuera grande. 

Luis Felipe (Pipe) Urueta Romano, desde muy temprano supo lo que quería ser en la vida. Las cartas del niño Dios que su madre atesoró en ese cofre de cartón y que su padre desojó para curar la soledad, eran de Luis Felipe pidiéndole al niño del pesebre, un juego completo de béisbol con su respectivo uniforme. Todos los años, me dice Alejandro, la carta se repetía como una obsesión que lo marcaría para siempre. En la otra hoja amarilla por el tiempo, había un jugador de béisbol pintado con la imaginación de un niño de cinco años, y una nota al pie del singular dibujo que decía, “quiero ser beisbolista”. En esas tareas de los maestros por averiguar los deseos y anhelos de los pequeños, Luis Felipe pronosticaba una vez más lo que deseaba para él. 

El día de su grado de bachiller en el colegio Británico Internacional de Barranquilla, mientras sus amigos le apuntaban a la vida a los cuatro puntos cardinales, Luis Felipe fue fichado por la franquicia Diamondbacks de Arizona. Su sueño se había cumplido. Pero el destino no le sonrió en esa nueva aventura por llegar a la gran carpa. Los números no lo acompañaron en un deporte comandado por las estadísticas. Sin embargo, en su sangre llevaba los genes de su padre, y el carácter luchador de su madre. Sino llegaba como jugador activo, lo tenía que hacer en algo que estuviese relacionado con lo que era su pasión. Hoy ocupa un importante cargo en la organización de Arizona. 

En este béisbol nuestro que lucha por no apagarse, es el mánager de los Leones de Montería. Su estilo está salpicado con los ingredientes propios del espectáculo de las grandes ligas. El show saliendo de la cueva de los suspiros, para increpar cualquier decisión, a imagen y semejanza de los que mastican tabaco, lo colocan como protagonista de un deporte que lleva en el alma. Ya es finalista con un equipo que le tocó jugar sin sede propia, convirtiéndose en genio y figura que lo candidatiza desde ya, como el mánager de la temporada. Las cartas del niño Dios y los dibujos con trazos soñadores, son recuerdos de una etapa que lo marcó para siempre.

El Altar de Carmela


Las velas encendidas y las flores a la virgen las colocaba siempre con santa devoción cada vez que Luis Felipe salía al campo a jugar. En un rincón de su casa tenía un altar improvisado, adornado con la piedad propia de quienes transpiran fe. Ese rincón iluminado, con aroma a flores recién cortadas, era el sitio predilecto de ella. El día que murió, Luis Felipe corría las bases en el campamento de República Dominicana alimentando su espíritu con lo que más le gusta hacer, su pasión por el béisbol es un torrente energético que corre por sus venas. Ella se sentaba en las gradas del envejecido Tomás Arrieta a verlo jugar, así no entendiera los laberintos de ese juego de reglas infinitas, pues solo con verlo era feliz. Le costó trabajo aceptar que su hijo caminaba por ese sendero, pero como toda madre arropada por ese amor incondicional, hizo de ella, la felicidad de él. 

El altar con las velas apagadas y las flores marchitas, ahora que Luis Felipe regresó a dirigir a los Leones de Montería, por esas cosas inexplicables de la vida, volvió a iluminarse, recuperó la luz celestial de otros días y las flores recobraron su aroma angelical. Dicen que los milagros perduran cuando el amor existe. 

En cada juego de la final en el atiborrado 20 de Enero, por esas cosas ligadas a los misterios de los santos, las flores y las velas que acompañaron siempre a la virgen de Carmela, tomaron vida. Era una señal con artificios espirituales de estar presente acompañando al hijo de su alma. En el último juego, donde la vida para los Leones dependía del triunfo, el altar se llenó del olor inconfundible del incienso, un aroma sobrenatural que nunca se supo de donde vino y como se fue. Así permaneció todo el día, hasta que en el último instante los Toros de Sincelejo pudieron celebrar a rienda suelta con sus parciales, un campeonato que enloqueció a esa población, tierra bendita, autora de las notas inmortales de la “hamaca grande” y del repertorio inacabable de los “Corraleros de Majagual”. 
Luis Felipe regresó esta vez a su casa para ser protagonista, jugó en tierra ajena, batalló hasta el final, el marcador de solo dos carreras son fiel testigo de ese duelo cerrado, de un deporte que necesita consolidarse en el territorio nacional. 

Las flores y las velas de Carmela se apagaron y el olor a incienso se esfumó, como un presagio de que ella estuvo en ese altar acompañando a su hijo del alma.