Hoy martes de carnaval, cuando Joselito agoniza, para morir también el jolgorio y el desenfreno de estos cuatro días, me propongo sintetizar en esta habitual columna, un cuento que una vez escribí sobre la vida de un jugador de fútbol, que se quiso morir un martes de carnaval, y que hoy en fecha propicia, relató así. Ese día, martes de carnaval, Anastasio se metió al rio siguiendo una lucecita encantada que le decía –desde cuando colgó los guayos- que le iba a devolver la juventud, para que pudiera volver a jugar fútbol nuevamente. Lo vieron meterse en las turbulentas aguas con su inseparable botella de ron, hasta que se hundió. Había sido el mejor jugador de la localidad, lo que le permitió hacer parte de varios equipos profesionales. Lo comparaban con Garrincha, el incomparable ariete brasilero que parecía volar con su endiablada gambeta. Así era Anastasio, un gigante de raza negra con ojos saltones y dentadura perfecta. Era el deleite de las tardes inolvidables de su pueblo natal, una tierra perdida en los confines de la patria donde todos cuando los rayos del sol se desvanecían en el azul del cielo, acudían a presenciar el juego de la esperanza. Jugaban entre si para deleite de la vida, por eso gozaban viendo a Anastasio, el negro de ébano que hacía maravillas con la pelota pegada a sus pies.
Ese día como presagiando el final de su existencia, jugó hasta el delirio, parecía el mismo de tiempos idos, celebro sus goles hasta enloquecer, gritó, gesticuló, y lloró despacito como lo hacen los viejos cuando les duele el alma. El licor había hecho presa de él cuando ya no pudo jugar más, lo único que sabía hacer y había hecho toda su vida cuando sucumbió a los estragos del tiempo. Lo veían por las mañanas subir el rio en su canoa, su caña de pescar que nunca usó, y su inseparable botella de ron; en ese camino rutinario contaba su historia colmada de charreteras y pergaminos. Decía que había sido el mejor, que el fútbol de hoy era mentira, que se juega solo por dinero. Hacía del instante un monologo sagrado que le servía para alimentar el espíritu.
Ese martes de carnaval su cadáver apareció flotando en el río, el pueblo lo lloró como a un Joselito más, lo metieron en un cajón, lo bañaron con el ron que hipnotizó su vida, le empolvaron la cara, lo vistieron con el uniforme ya desteñido de su selección Colombia, y al son de tamboras, gaitas y millos, acompañado de mujeres vestidas de negro con la caras pintadas, lo enterraron colocando en su lapida un epitafio que resumió su vida así: “Aquí yace Anastasio, el mejor de todos, que quizó morirse un martes de carnaval”.
